LA ILUSIÓN DE UNA ILUSIÓN

                  –Este bochorno acaba conmigo 
–murmuraba, mientras atravesaba la plaza hacia un lugar donde cobijarme.

            –A nadie se le ocurre con esta quemazón –escuché.

           –¿Cómo? ¿es a mí? –respondí, girando la cabeza en busca de mi interlocutor.

             –Soy yo, aquí abajo –me indicó la voz.

           –¡Dios bendito! Esta ilusión debe ser fruto del intenso calor –solté, tras frotarme los ojos–. No puedo estar oyendo a un pequeño ratón de bronce. ¡Lo que faltaba en mi vida, que una alucinación me dirigiera la palabra!

      –¿Con quién hablas? –le preguntó otra figura que representaba a una niña con los ojos vendados.

      –¡Visita! ¡Visita! –gritaron un par de roedores que la acompañaban.

  

 

      –¡Esto es de locos! –pensé en alto, intentando que nadie me viese charlando solo, pues estaba convencido de que todo aquello tendría que deberse a la canícula.

       –Dejad a este pobre hombre seguir su camino –les reprendió una joven lectora que remataba el monumento–. Llegará usted tarde a su destino, si sigue perdiendo el tiempo con nosotros.

              –Sí, será mejor que me vaya, aun quedan curriculum por entregar –aclaré, olvidando que conversaba con una cría bronceada.

 

         –¡¿Entregar qué?! ¡Con la que está cayendo! ¡¿Cómo puede haber alguien que salga a la calle, a esta hora, para repartir curriculum! –vociferaron, y, ante mi encogida de hombros, dijeron al unísono:

               –¡Dios bendito! Esta ilusión debe ser fruto del intenso calor.