viernes, 10 de agosto de 2012

EL OIDOR DE SEVILLA


 


          Al principio, la gente que subía, no podía creerse lo que se aseguraba. Incrédulos, fueron pasando los primeros visitantes por delante de aquel «oidor-mirador», y, efectivamente, no solo incrementaba la visión, sino que también aproximaba los sonidos del sitio hacia donde se mirase.






 


          Para la ancestral «curiosidad» sevillana, el hecho de poder escuchar lo que habla el prójimo, era una tentación difícil de evitar. Tener al alcance de la manos el regateo de marujas en un puesto ambulante, la porfía de jubilados alrededor de una zanja, o el aflamencado jolgorio en una azotea, todo junto, y en un momento, proporcionaba al oidor, un desmedido interés.


 
 






 



         Pronto, surgieron las primeras quejas. Lo de ver la realidad más cerca, tenía un pase, pero compartir los susurros de dos enamorados en un parque, o conocer la causa por la que una persona llora, o ríe, en una cabina de teléfono, levantaba muchas suspicacias.


 




          Se estudió el problema, y se llegó a la conclusión de que al ser lugares públicos, en los cuales se permitía fotografiar o filmar libremente, no se debía prohibir la licenciosa escucha.




          Un tarde, alguien captó la conversación entre el concejal municipal de Urbanismos, y un dudoso promotor inmobiliario; el encuentro terminó aireándose en la prensa local. Tras objeciones, disputas y sentencias, se acordó dejar aquel ingenio, únicamente, para aumentar las vistas de la ciudad.


 

          El propietario del visor contrató una cuña de radio que pregonaba:
                          «Nuestro mirador, acercará a su vecino.
          Si quiere saber lo que dice… baje, y comuníquese con él».


 

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