sábado, 18 de agosto de 2012

LA NIEBLA (I)



           Ella, su compañera, aún debilitada por un tratamiento que había seguido, quedó en compañía de Toyi; mientras, él seguía a Paco, marido de esta última, hacia la pequeña capilla de San Mateo, punto de partida de la «Subida al Porru». Esta ascensión abría las fiestas patronales de Santianes de Tornín.
 
 












 

         Llevaba tiempo preparando, a conciencia, aquella subida: botas de montaña, pantalón desmontable, camiseta térmica, mochila con sudadera y chubasquero,…; cuando vio que, la mayoría de los que esperaban, vestían chándal, o vaqueros, camisa y  zapatillas de deportes, ¡y ya está!, una cara de idiota le subió por el cuello; estas cosas suelen ocurrir a los que son de ciudad.




          Unos voladores señalarían el inicio de la marcha. Era tradición en Santianes que los primeros se lanzasen en el mismo pueblo, para suplicio de vecinos poco madrugadores, y otros en la cima que debían subir, para tormento de los que se habían vuelto a dormir.




          Paco, como alcalde que era, abrió la caminata. El grupo tomó un sendero, ganado a la foresta, en el que pronto se formo una hilera, encabezada por la autoridad competente. A esta le seguían aquellos seres, auténticos «hombres-rebeco», …y detrás él, farolillo rojo imprescindible en cualquier pelotón que se precie.






 
          La pertinaz lluvia –llamada en esas tierras orbayu– los acompañó hasta las postrimerías del cerro peñascoso, allí fue relevada por una tenue neblina. Se iniciaba la parte más complicada del trayecto, al menos para él, pues no llegaba a entender cómo era el único que pisaba las piedras sueltas, provocando numerosas avalanchas que, debido a su «estratégica» posición, no ocasionó percance alguno.



          Ya en la cumbre, la niebla apenas permitía disfrutar de las vistas. Cuando se sobrepuso al jadeo resultante de la paliza sufrida, y pudo preparar su cámara, el valle había desaparecido, así como gran parte de los montes que lo circundan.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


           Los cohetes, cada uno con su dedicatoria inscrita, tronaron en el cielo asturiano. Algunos montañeros, junto a la cruz de hierro que corona el Porru, escanciaban la indispensable sidra; él, entre tanto, escribía en un volador su mensaje, pensando en ella, su compañera.



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