jueves, 6 de septiembre de 2012

Y SE AMARON DOS CABALLOS



            Llevaban varios días deambulando por aquellas montañas astures. Zahara, una yegua árabe, era la líder de un reducido grupo de hembras que quedaba de un destacamento andalusí; el resto fue sepultado por un desprendimiento.

              El frío extremo, la persistente llovizna o las nevadas, distaban mucho de lo que ella había vivido en su Córdoba natal. Acostumbrada, desde potranca, al orden castrense, aquella enorme libertad se le caía encima.

 
         En la continua búsqueda de pasto y agua, toparon con un grupo de caballos celtas, los thieldones. Al frente de estos se encontraba Berón, nombrado así por haber nacido en una oquedad.

  
          Berón se prendió de Zahara nada más verla; ella se hizo de rogar. La figura seca de aquel desgarvado animal era muy contrapuesta a la de los magníficos sementales que se criaban en la vega del Guadalquivir, pero la tozudez del thieldon acabó por conquistarla.




          Se hicieron inseparables. Sus marcadas personalidades: Zahara, orgullosa y alegre, y él, salvaje y práctico, terminaron por formar un único ser; se complementaban a la perfección.






          La nueva manada siguió estando bajo el mando de Berón. Zahara, más lista que este, dejaba que él ordenara lo importante, decidiendo ella lo que era importante de lo que no.



          Juntos, pasaron por muchas vicisitudes: la nieve hacía casi imposible encontrar qué comer; el gélido viento del norte impedía una marcha segura por aquellas rocas calcáreas; la niebla ocultaba los grandes hoyos que el agua había provocado en el suelo calizo, y la lluvia, la perenne lluvia, agravaba la orientación en esa laberíntica cordillera cantábrica.




          El amor que le porfesaba Berón, conseguía que fuesen más llevaderas las penalidades, y mitigaba las ganas de la yegua árabe por volver al sur, de regresar a Al-Ándalus.


         También debía agradecer al thieldon el haberle enseñado a defenderse de los depredadores,  y, lo más importante, a pasar desapercibida al codicioso ojo humano.



         

          Con el tiempo, al grupo llegaron los potrillos. Una a una, las yeguas fueron dando a luz unos caballos que compartían la ligereza del ejemplar árabe con la potencia del astur.











          Zahara fue de las últimas en parir. Llegado ese instante, se separó del resto, como era costumbre, y cuando iba a producirse el momento mágico del alumbramiento, a la luz de la luna, fue descubierta por unos lobos. Los machos, con Berón a la cabeza, formaron un oportuno corro, manoteando a todo aquel que intentaba atacar a la madre, o al recién nacido llamado, a raíz de ese suceso, Corru.




          El auténtico peligro para estos caballos se presentó una mañana. Avistada la numerosa manada por un pastor, se propagó que unos extraños y maravillosos equinos moraban por aquellos picos.

          Rápidamente, se formaron batidas para apresarlos.






         El grupo, alertado de la presencia de hombres en la zona, corrió como alma que lleva el diablo, pero era demasiado tarde. Corru y los demás potros fueron apresados, y separados de sus progenitores, en cuestión de horas. 





          Una vez más, Berón consiguió aliviar el dolor de la pobre yegua; los mimos del thieldon, y un raro presentimiento, le devolvieron su gracia innata.
  
          El presentimiento de Zahara se cumplió, siglos después, cuando ejemplares de su linaje, caballos con su sangre, entraban victoriosos en la soñada Córdoba.

1 comentario:

  1. Que bonito....Me ha conmovido...Es realmente muy romantico;tierno y coloroso al mismo tiempo.Muchas gracias por esta magnifica lectura

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