sábado, 12 de enero de 2013

ANíBAL Y SU ELEFANTE ROJO (Cap.III)



«La dignidad es el respeto que una persona tiene de sí misma,
y quien la tiene no puede hacer nada que lo vuelva despreciable a sus propios ojos»
Concepción Arenal



      III. El honor





      Avanzaba la década de los años 20, y el coloso no presentaba avances significativos. El cuerpo central del mastodonte edificio esperaba la terminación de las dos torres para mostrar la imagen soñada.




      
      Diez veces se había superado el presupuesto inicial, y parecía que, en los cuatro años que quedaban para la inauguración de la Exposición Iberoamericana, no daría tiempo de acabarlo en su totalidad. A los problemas económicos y de orden público, había que sumar ahora los de carácter gubernativo; los vaivenes políticos que vivía el país, empantanaron, aún más, el desarrollo de los trabajos.


    
  
      La dictadura, que con el beneplácito del rey dirigía con manu militari la sociedad española, tomó las riendas de la obra.


      

      –¿Don Aníbal? –preguntó Francisco, a uno de los ayudantes del arquitecto.
      
      –En el Salón de Juntas, despachando con algún general, como viene siendo habitual en los últimos días –respondió el delineante sin despegar la vista de la mesa de dibujo.
      
      –Acabé de transcribir unas cartas que me ordenó, y no sé con qué ponerme –dijo el joven. Un joven que poco tenía que ver con aquel estudiante de Farmacia, metido a alfarero.
      
      Francisco estaba a punto de terminar los estudios. Su labor se había hecho imprescindible para el arquitecto, por lo que este último no dudó a la hora de adelantarle un dinero, y que pudiera ser incluido entre los «soldados de cuota», aquellos que reducían sus prestaciones considerablemente, previo pago de una cantidad.


     

      –Acércate, para que cuando termine la reunión, te indique qué hacer. Ya sabes cómo se las gasta últimamente, no lo hagas esperar –fue la respuesta del dibujante. El carácter de Aníbal había empeorado a raíz de una serie de rumores que circulaban por el recinto.
      
      Dejando atrás las nuevas dependencias habilitadas para labores auxiliares en la edificación principal, atravesó a la carrera, sorteando decoradores, obreros o administrativos, el largo pasillo del semicírculo complejo, símbolo del abrazo de España a sus antiguas colonias, orientado al río Guadalquivir como camino hacia América.    

 


     Una vez llegó al enorme salón, esperó, recostando su jadeo contra la entrada. La gruesa puerta de madera no impedía que se escuchasen las voces de los reunidos.
      
      –¡¿Un comisario?! ¡¿Qué me van a poner un comisario?! –gritaba el arquitecto en el interior de la sala.






      –¡Hoy está bueno! –soltó un pintor que subido en unas tablas, remataba la decoración del techo–. Lleva vociferando toda la mañana.



      

      Unos pasos se acercaron a la puerta, esta se abrió, y salió Aníbal como alma que lleva el diablo.
      
       Francisco lo siguió sin mediar palabra; conocía de su genio cuando estaba alterado.
      
      En un momento dado, Aníbal se paró, se volvió hacia el joven, lo miró, y siguió su espantada.

      
      La noticia del nombramiento de un Comisario Regio, para intentar encauzar el proyecto, corrió como la pólvora.


      

      A los pocos días llegó el flamante alto cargo, y comenzó a promulgar una serie de directrices. Este «cirujano de hierro», como se le empezó a llamar, traía órdenes precisas, instrucciones que no tenía por qué consensuar con nadie; Aníbal había pasado a ser un mero asesor técnico.
     
      



         Una tarde, se produjo un altercado que lo cambió todo.







     
      El Comisario Regio se personó en la Sala de Planos. Alguien avisó al arquitecto, que acudió inmediatamente.
      
      –Estas son las modificaciones que se van a llevar a cabo –espetó el comisario, mientras alargaba una carpeta que portaba bajo el brazo.
      
      –¿Para qué esa carpeta? –preguntó Aníbal que llegaba en ese instante.
      
      –¡Ah, veo que le tienen bien informado de cuanto ocurre en este edificio! –ironizó el primero. Aquí tiene el nuevo plan de actuaciones, se pondrá en marcha a la mayor brevedad posible.
      
      –¡¿«Nuevo plan de actuaciones»?! –repitió el arquitecto, subiendo aún más el tono de voz.
      
      –Eso he dicho. Limítese a cumplir lo que estos documentos indican –ordenó el alto cargo dando la espalda a su interlocutor, y abandonando el lugar.

       Ni el vuelo de una mosca se atrevió a romper el espeso silencio.





    
      Aníbal estuvo desaparecido lo que quedaba de tarde. 








      
      Al día siguiente, Francisco fue llamado al despacho del arquitecto.

     
      –Entra, y siéntate– le ordenó Aníbal. Mirando a través de la ventana la explanada central de la plaza, le indicó que tomara nota de algo importante que tenía que comunicar.
      
      Aquella sería la carta más triste que tuvo que redactar el joven. En ella, el arquitecto presentaba su renuncia al cargo. La gota que colmó el vaso, para decidirse por esa salida, había sido la proyectada fuente que se pretendía edificar en el gigantesco solar que observaba el dimisionario. Aquella alteración iba en contra de la idea de crear un espacio abierto para el disfrute de los que visitasen el recinto, además de perturbar las visión global del monumento.



      Acabado el dictado, se dirigió a Francisco que, pálido, no daba crédito a lo que acababa de escribir. Le alargó la mano, y este último se la estrechó.
      
      –Gracias por todo, boticario– dijo mientras contenía las lágrimas.
      
      El joven quedó bloqueado, sin saber qué hacer ni qué decir. Se levantó como pudo, y abandonó el despacho.


     



      En ese atardecer de julio de 1926, pese al calor, la noticia del adiós heló Sevilla. 







          Posiblemente muchos no durmiesen esa noche, como le ocurriera a Francisco, que no dejaba de repetirse que aquello no podía ser cierto, que Aníbal sería convencido por su mujer, o por amigos, y anularía la dimisión. No pasaba por su cabeza que el alma de aquel «elefante» abandonase su cuerpo antes de echar a andar. Otra preocupación compartía su vigilia: «si se fuese el arquitecto, ¿qué sería de él?».

      




      Despuntaba la mañana, cuando el muchacho se disponía a subir por la enorme escalera que daba acceso a las oficinas, imbuido todavía en las cavilaciones nocturnas; de repente, fue frenado por una voz de mujer.
      




      –¿Eres Francisco, el escribiente de Don Aníbal?– preguntó una chica vestida de enfermera. Tras la afirmación del primero, prosiguió:

      
      –A partir de hoy, estás destinado en el botiquín. Don Aníbal, antes de marcharse, te recomendó al Servicio Médico de la obra.
      




      El joven, paralizado y con la vista perdida en dirección a los andamios de la torre Sur, pensó que, al final, no había habido vuelta atrás, que ya no compartiría más jornadas con aquel hombre tan singular; se habían separado sin darle las gracias por todos aquellos años, ni siquiera por ese último gesto.




      
      Francisco nunca tuvo la ocasión de agradecer, al genial arquitecto, cuanto había hecho por él.





4 comentarios:

  1. Buenos dias Antonio, magnifico relato, fotografias preciosas ...gracias a tus relatos "cortos" relatos con palabras precisas,esas frases ... que hacen que tenga que volver a leer .. pues mi mente vaga y que le cuesta concentrarse .. ME AYUDA a esforzar y conseguir que se queden grabadas en mi mente y poder recordarlas ... GRACIAS amigo, sin querer, a mi me está ayudando mucho estos y sobre todo por su tan rico vocabulario.

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  2. Te agradezco tu comentario. Es un motivo de satisfacción para mí, saber que te los relatos te están ayudando, además de a pasar un rato de diversión, a recuperar viejos hábitos de lectura.
    Te envío un beso como muestra de gratitud.

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  3. Escondido tras la fuente, protegido por sus dos torres...esperando la eterna muerte...allí se esconde.

    Pero nunca fallecerá pues las lágrimas de Aníbal y Francisco... siempre le recordarán.

    Infinitas gracias por tus fotos y relato.

    Un abrazo,
    Rosa Macías.

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  4. Te agradezco la visita y el hermoso comentario, Rosa.
    A alguien que escribe con el corazón, como es tu caso, no le resulta difícil llegar al de los demás. Si se tienen que dar gracias, las tendría que dar yo, aunque los besos sean compartidos.

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